24 marzo 2018

Lope. Mary Shelley


Lope de Vega (1562-1635)

Lope

Mary Shelley


La reputación que alcanzó despertó la animadversión de rivales y críticos. Cuando Cervantes publicó Don Quijote, en 1605, Lope se había elevado muy alto en la estima pública; era aplaudido por todos, casi adorado. La abundancia y facilidad de sus versos y lo atractivo de su carácter fueron en parte motivos de ello, pero la causa principal fue su teatro, que estamos tardando en presentar para no interrumpir demasiado el hilo de la historia de su vida, pero cuya originalidad, novedad, viveza y adaptación al gusto español le cosecharon un éxito sin precedentes. Cervantes no apreció los méritos de estas innovaciones, pero se consideraba el inventor de muchas mejoras que se atribuían a Lope y que a él no se le reconocían. Ya hemos visto en qué consistían las pretensiones dramáticas de Cervantes: escenas trabajadas y apasionadas que no se conectaban entre sí mediante los entresijos de una trama metódica, sino mediante la simple textura de sus causas y efectos, como sucede en la vida misma. Cervantes pensaba que era buen escritor y no estaba dispuesto a reconocer que Lope era mejor, ni, en efecto, lo era como conocedor del corazón humano y como creador de situaciones emocionantes; pero sí que lo era en el sentido de que supo entender y representar las costumbres y opiniones del momento con mayor veracidad. Cervantes percibió con facilidad los defectos de su rival: descubrió sus incongruencias y notó la vanidad o avaricia que le hizo ser más abundante que correcto, y su aduladora adaptación a los depravados gustos del momento llevado por el deseo de ser popular. En suma, Lope no era perfecto, pero tenía algo que mientras vivía se acercó mucho a la perfección: dio con el gusto popular, lo alimentó con siempre frescos y deliciosos nutrientes, gustaba, interesaba, fascinaba. Asumir la posición de la posteridad y juzgar fríamente sus obras era una tarea de envidiosos y aunque era natural que un hombre tan profundo y sagaz como Cervantes se viera impelido a hacerlo, sin embargo, atacándole y demostrando sus errores no logró disminuir su influencia, pero se ganó un enemigo. Hay un soneto contra Lope que se le atribuye que no resulta agudo, pero que rezuma desprecio por sus églogas y epopeyas y que alude con sarcasmo a su demasiado abundante fertilidad. 


Su guerra contra Góngora fue mucho más grave, por lo que posponemos su descripción hasta que, en la vida de Góngora, expliquemos en cierto detalle su estilo poético. Mientras, la estima que el público sentía por Lope iba creciendo cada vez más. No hay apenas ejemplos en la historia de una popularidad semejante. Grandes, nobles, ministros, prelados, eruditos, todos buscaban tratarle. Los hombres venían de países lejanos para verle; las mujeres se asomaban a los balcones cuando pasaba, para contemplarle y aplaudirle. Recibía regalos de todas partes y se nos dice incluso que cuando compraba algo y el vendedor le reconocía se negaba a aceptar dinero de él. Su nombre se convirtió en proverbio, convirtiéndose en sinónimo de grado superlativo: un diamante «de Lope», una cena «de Lope», una mujer «de Lope», un vestido «de Lope», era la expresión que se usaba para expresar la perfección de algo. Todo esto podría compensar por los ataques recibidos, pero como estos se basaban en la verdad y como a veces debió de temer que hubiera una reacción contra su popularidad, a veces Lope se sintió hostigado e inseguro. 


Sus obras son más numerosas de lo que pueda imaginarse. Cada año daba a la imprenta un nuevo poema; cada mes, y a veces cada semana, producía una nueva comedia; y al menos estas eran de factura reciente, aunque los primeros eran comúnmente obras de sus años de juventud, luego corregidas y acabadas. Probó todo género de escritura y se hizo célebre en todos ellos. Sus himnos y poemas sacros le ganaron el respeto de los clérigos y mostraron su celo en el estado que había adoptado. Cuando Felipe IV ascendió al trono, inmediatamente colmó a Lope de honores, pues Felipe era un gran mecenas de los teatros y se le atribuyen varias comedias de mérito considerable que se publicaron escritas «por un ingenio de esta corte». Lope publicó en este momento sus novelas, imitación de las de Cervantes —al cual caballerosamente le reconoce que sabía escribir con cierta gracia y facilidad de estilo—, novelas tales que es milagroso que alguien las haya leído y que muestran que la moda lopesca debe de haber sido muy vehemente si les pudo conceder a los lectores la paciencia para aguantar su dispersión. 


Sin embargo, el gusto por la obra de Lope era genuino (aunque nos parezca desviado), como prueba el peligroso experimento que emprendió. Publicó un poema de manera anónima, para probar el gusto del público. El poema tuvo éxito y el favor con que se recibieron esos Soliloquios amorosos de un alma a Dios debió de fortalecer su confianza en sí mismo. La muerte de la desafortunada María, reina de Escocia, despertó en estos años por toda España un común sentimiento de compasión por ella y de indignación contra su rival. Lope convirtió el tema en la materia de un poema que llamó la Corona trágica y que dedicó al papa Urbano VIII, que le agradeció su esfuerzo con una carta de su puño y letra y el título de doctor en teología. Esa fue su época más gloriosa. El cardenal Barberini le seguía por la calle, el rey se detenía para verle pasar y las multitudes se agolpaban a su alrededor por dondequiera que iba. 


La cantidad escritos que produjo es increíble. Se calcula que hizo imprimir un millón trescientos mil versos, y esto es, dice, tan solo una pequeña parte de lo que escribió. Que no es mínima parte, aunque es exceso, de lo que está por imprimir lo impreso. Entre estos se afirma que imprimió mil ochocientas comedias y cuatrocientos autos sacramentales, opinión que durante mucho tiempo se consideró verdadera. Lord Holland detectó su falacia y el autor del artículo en la Quarterly Review adopta sus cálculos y demuestra lo absurdo de ese número. El propio Lope afirma en el prefacio al Arte nuevo de hacer comedias que hasta ese momento había producido cuatrocientas ochenta y tres. De ellas se conservan cuatrocientas noventa y siete. Algunas, ciertamente, se han perdido, pero no tantas como supone el número arriba citado. 


En cuanto al número de versos que escribió, también aquí hay cierta exageración. Dice que escribió cinco pliegos al día y se han hecho con esto los cálculos más extravagantes, como si hubiera podido escribir a este ritmo desde el día de su nacimiento hasta un mes o dos antes de su muerte. Sin embargo, es obvio que la época en la que escribía cinco pliegos al día y una comedia en veinticuatro horas está limitada a unos pocos años. Con todo esto, Lope es, sin duda, e incluso en la prolífica España, el escritor más prolífico y el más fértil. 


Ganó mucho con sus escritos. Los regalos recibidos de diversos nobles sumaban una gran cantidad. Sus comedias y autos, y sus diversas publicaciones, le aportaron cuantiosas ganancias. Recibió una dote con cada matrimonio. El rey le concedió diversas pensiones y capellanías. El papa le regaló diversos beneficios. Con todo esto no llegó a ser rico: aparentemente, sus ingresos totales se elevaron solamente a 1.500 ducados, y abundantes limosnas y una generosidad pródiga vaciaron su bolsa a la misma velocidad con que se llenaba. Gastó mucho en festividades religiosas; fue hospitalario con sus amigos, dispendioso en sus compras de libros y cuadros y generoso en sus limosnas. De hecho, es propio de las posesiones adquiridas como las adquirió Lope que se gasten tan pronto como se ganan, pues como se reciben con irregularidad fomentan hábitos de gasto irregulares. Nos habría resultado chocante que Lope, gran observador, tan beneficiado por los pródigos dones de la naturaleza y la fortuna, hubiera sido avaricioso y miserable. Nos satisface leer acerca de su liberalidad: el terreno bien irrigado, si es generoso por naturaleza, produce abundante vegetación; el que ha recibido tanto muestra la liberalidad de su alma al conceder generosamente a otros la riqueza que tan liberalmente había obtenido él mismo.


Así pasó muchos años, viviendo de acuerdo con los dictados de su conciencia, con moderación y virtud, olvidado de la vida, pero muy atento a la muerte, de modo que siempre estuvo preparado para recibirla. Su piedad, en efecto, estaba teñida de superstición, pero era católico y español y se concentró fervorosamente en los medios de satisfacer la justicia de Dios en este mundo para asegurarse una mayor felicidad en el siguiente. Fue caritativo hasta la prodigalidad y en su vejez dedicó su pluma solo a temas sacros, algo arrepentido de sus trabajos de juventud.


Su salud era buena hasta que, muy poco antes de morir, cayó en un estado de hipocondría que oscureció el fin de sus días. Su amigo Alonso Pérez de Montalbán, viéndole tan melancólico, le invitó a cenar con él y un pariente el día de la Transfiguración, que fue el 6 de agosto. Después de cenar, conversando los tres sobre materias diferentes, dijo que tal era la depresión de espíritu que le afligía que sentía que su corazón le fallaba en el pecho y que le rogaba a Dios que acortase su vida. A lo cual Juan Pérez de Montalbán, su biógrafo, amigo y discípulo, replicó: «No piense Vuestra Merced en eso, que yo confío en Dios y en la buena complexión que tiene que se le ha de acabar ese humor y le hemos de ver con la misma salud de hoy en veinte años». A lo que Lope, con la misma emoción, contestó: «¡Ay doctor, plegue a Dios que salgamos deste!».


Sus presentimientos se hicieron realidad y Lope murió al poco. Se lo advertían sus sentimientos, preparándole así para la ocasión. El 18 del mismo mes se levantó temprano, rezó el oficio divino, dijo misa en su oratorio, regó su jardín y se encerró en su estudio. A mediodía sintió frío, ya por su trabajo con las flores, ya, según afirmaban sus sirvientes, por haber usado de la disciplina con severidad, como demostraban rastros recientes de sangre en su disciplina y en manchas de la pared del cuarto. Lope era, en efecto, un rígido observante del catolicismo, como muestra esta circunstancia, así como el negarse a comer otra cosa que fuera pescado, aunque tenía dispensa para comer carne y se le ordenó hacerlo durante su enfermedad. Al atardecer asistió a una reunión erudita, pero sintiéndose  mal de repente se vio obligado a volver a casa. Los médicos le rodeaban ya con sus recetas y como el doctor Juan de Negrete, médico de Su Majestad, pasaba por la calle y se le dijo que Lope de Vega estaba indispuesto, se apresuró a visitarle, no como médico, como se le había llamado, sino como amigo. Pronto vio el peligro y dejó entrever que sería mejor que tomara el sacramento, con la excusa habitual de que era un alivio para cualquier peligro y que solo podría beneficiarle si vivía. «Pues Vuestra Merced lo dice», dijo Lope, «ya debe de ser menester». Y esa misma noche recibió el sacramento. La extremaunción le siguió dos horas después. Entonces llamó a su hija y la bendijo y se despidió de sus amigos como uno que se dispone a un largo viaje, conversando sobre los intereses de los que quedaban atrás con amabilidad y piedad. Le dijo a Montalbán que la virtud era la verdadera fama y que daría todo el aplauso recibido por la conciencia de haber hecho un acto virtuoso más, y tras estos consejos se dio a la oración y actos de piedad católica. Pasó mala noche y expiró al día siguiente, débil y cansado, pero vivo hasta el final para la religión y la amistad.


Su funeral tuvo lugar al tercer día de su muerte y fue organizado con esplendor por el duque de Sessa, el más generoso de sus protectores, al que había nombrado testaferro. Don Luis de Usátegui, su yerno, y un sobrino, formaron el cortejo, acompañados por el duque de Sessa y muchos grandes y nobles. Clérigos de todas las órdenes llegaron en masa. La procesión atrajo a una multitud. Las ventanas y balcones estaban abarrotados y la magnificencia fue tal que una mujer que pasaba exclamó: «Es un entierro de Lope», ignorando que era el entierro del propio Lope y aplicando el nombre para expresar el grado máximo de esplendor. La iglesia se llenó de lamentos cuando al fin se le depositó en la tumba. Durante ocho días hubo ceremonias religiosas y al noveno se predicó un sermón en su honor, durante el cual la iglesia se volvió a llenar con los más principales personajes de España. Por su testamento, su hija, doña Feliciana de Vega, casada con don Luis de Usátegui, heredó la moderada fortuna que dejó Lope. Especificó en sus mandas algunas pequeñas herencias de cuadros, libros y reliquias para sus amigos. 


De apariencia, Lope fue alto, delgado y bien proporcionado. Era moreno y de expresión imponente. Su nariz era aguileña, sus ojos, vivos y claros, su barba, negra y espesa. Se había hecho muy ágil y era capaz de grandes esfuerzos. Siempre disfrutó de excelente salud, pues era moderado en gustos y de costumbres regulares. Deduciendo el carácter de Lope de su vida y de sus propias relaciones podemos suponer que cuando era joven tuvo toda la vivacidad propia del sur, que sus pasiones eran ardientes y sus sentimientos entusiastas, que fue incauto e imprudente, quizás, pero siempre amable y sincero. Generoso hasta el desprendimiento, devoto hasta la beatería, patriótico hasta la injusticia, era inclinado a los extremos, pero no tenía las cualidades superiores, la fortaleza alegre y el temperamento impávido de Cervantes. El tiempo y las penas suavizaron en su vejez algunos aspectos de su carácter, pero incluso en su jardín, entre sus flores y libros, era vivaz, quizás petulante (pues debemos atribuir a la petulancia más que a un temperamento quejumbroso sus quejas de que se le dejaba de lado), cálido, caritativo y sociable, aunque algo vano, como somos todos. La actividad de su mente tenía más de la espontánea fertilidad de la tierra que de los esfuerzos del trabajo: «las comedias y la poesía eran las flores de su vega», como dice él, y esto parece haber sido una descripción no hiperbólica de la facilidad con la que escribía. Casi no debemos recordar la hipocondría que oscureció sus últimas horas, pues Montalbán la considera solamente precursora de su muerte. Si fuera más que eso, lo deberíamos ver como una prueba más de que la mente no debe trabajar demasiado mientras tenga este frágil cuerpo por instrumento y apoyo.


Al describir el carácter de Lope, Montalbán alaba su natural agradable y modesto en el trato. Era atento en los intereses ajenos, descuidado en los propios; amable con sus sirvientes, cortés, galante y hospitalario, y de muy buenas maneras. Su temperamento, dice, no se molestaba sino con los que aspiraban tabaco delante de los demás, con los canosos teñidos, con los hombres que, nacidos de mujer, hablaban mal de ese sexo, con los sacerdotes que creían las supersticiones de los gitanos y con la gente que, sin intención de casarse, les preguntaban su edad a los demás. Estos pequeños detalles sobre su carácter demuestran buen gusto y buenos sentimientos: molestarse por ver aspirar tabaco es síntoma de limpieza, y hablar siempre bien de las mujeres, de justicia.


Como ningún escritor le ha superado en cantidad, es imposible dar relación cumplida de su obra. Ya hemos mencionado varias de ellas: su Arcadia, producto de su juventud que puede considerarse la mejor de sus obras no dramáticas; La hermosura de Angélica sirve principalmente para mostrar lo superiores que eran los romanzi italianos a cualquiera que haya producido España; La Dragontea es otro poema cuyo protagonista es Sir Francis Drake, en el que el autor no escatima vituperios. Se basa en la última expedición de Drake, cuando, para vengar la Armada y para propinar un profundo golpe al poder español, herido por la destrucción de su flota, arrasó la costa española e infligió inmensos daños a su tráfico marítimo. El poema de Lope es muy patriótico; el odio que se sentía en España hacia la reina de Inglaterra era furioso y personal: el matrimonio de Felipe II con la sangrienta reina María había estimulado el contacto entre las dos naciones y la subida al trono de Isabel había sido la señal con la que nuestra isla volvió a alejarse de la fe católica.


Por tanto, todo el horror que se pueda imaginar ante su herejía y maldad, y la de sus ministros, animaba el alma y dirigía la pluma de Lope.


Pero realmente la reputación de Lope no se asienta en ninguna de estas obras. Se funda en su teatro, y en él debe seguir basándose. Aquí se desempeñó como un maestro de su arte: original, fecundo, nacional, universal, veraz y vivido, produjo un tipo de arte dramático que, hasta hoy, domina la escena de todos los países del mundo. El teatro se estableció en España con considerable dificultad, pues la Iglesia se oponía a las representaciones teatrales. Este prejuicio subsiste incluso hoy en día. Ningún monarca español desde Felipe IV ha puesto pie en un teatro y Felipe V, cuando encontró en Farinelli un alivio para su doliente temperamento, no solo no le escuchó nunca en un teatro, sino que le forzó a abandonar la escena pública cuando le contrató para cantar en privado ante él. En la época temprana de la que estamos hablando la indignación clerical era furibunda y el teatro solo se pudo tolerar concediendo los teatros a dos corporaciones religiosas, una un hospital y la otra de flagelantes, con lo que la maldad de la escena se permitió por mor de los beneficios que resultarían así para la caridad y la religión. Los teatros se situaban en dos patios abiertos o corrales, pues ‘corral’ es el término español para designar un patio de una granja o un recinto para el ganado, y siguió durante mucho tiempo siendo sinónimo de teatro. Al principio las representaciones se hacían al aire libre. 


A Alberto Ganassa, un italiano que trajo consigo una compañía de bufones, le fue permitido gracias a su gran éxito cubrir el corral con toldo y empedrar el patio del corral y a poner en él bancos móviles, parte a la que se llamó ‘patio’ y a la que no podían entrar las mujeres. Los grandes se sentaban a las ventanas de las casas que daban al patio, de las que el gobierno se incautaba y disponía en esas ocasiones. A los príncipes o potentados se les asignaban habitaciones y a los caballeros particulares, una sola ventana, y en esta costumbre primitiva vemos el origen de nuestros palcos. Además, había varias galerías, en algunas de las cuales solo se admitía a las mujeres. Esta se llamaba cazuela y estaba abierta a todas las clases sociales. Sin embargo, ni el piadoso destino de las ganancias del teatro lograron silenciar a los clérigos. En 1600 Felipe III ordenó que el problema se expusiera ante una junta de teólogos. Este consejo estableció ciertas condiciones con las que se toleraría las representaciones, siendo la principal que las mujeres no podían ser actrices ni mezclarse con el resto del público. Fue en esta época y con esta licencia que Lope desarrolló su carrera. Él solo proveyó comedias para toda España y era tan amado del público que solo las suyas se recibían con aprobación. A la subida al trono de Felipe IV, hombre dado al placer, el teatro se hizo más frecuente que nunca. Sin embargo, todavía podemos observar que los clérigos albergaban prejuicios contra el espectáculo, censuraban a Lope por haber fomentado muchos pecados y le hicieron expresar, en su lecho de muerte, su arrepentimiento por haber escrito para la escena y prometer que si se recuperaba no volvería a hacerlo.

















Tomado de:
SHELLEY, Mary ([1837]2016): Cervantes y Lope. Vidas paralelas. Madrid, Calambur. pp.90-99.

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