11 febrero 2017

Simone de Beavoir No se nace mujer. Documental.



Simone de Beavoir No se nace mujer

Documental de Virginie Linhart sobre El segundo sexo de Simone de Beavoir

Diario de duelo de Roland Barthes





Diario de duelo de Roland Barthes

Susana Cella


Llevar un diario personal es tener por interlocutor a uno mismo, escribirse la intimidad que no puede ser dicha a otros, hacerse las preguntas que pueden quedar registradas para sí. Alguien como Roland Barthes, que hizo de los signos, del lenguaje y de la tradición intelectual su atmósfera cotidiana, comienza a escribir un día, precisamente el 26 de octubre de 1977 –cuando, a los sesenta y dos años, continuando sus brillantes aportes, acababa de publicar uno de sus más famosos y quizás entrañables libros, Fragmentos de un discurso amoroso– lo que denominó Diario de duelo. El día anterior había muerto su madre, con la que siempre había vivido y de la que, aun con su intervención en el campo cultural, nunca se había separado, sólo, consigna Barthes, ella “se transparentaba” para que él pudiese escribir. En las anotaciones fechadas que llegan hasta el 15 de septiembre de 1979, Barthes escribe el dolor devastador y el amor inconmensurable indisolublemente ligados, la pura nitidez de lo que no tiene retorno.

El Diario –por sus propias características de género, pero también por las circunstancias de su enunciación–, a diferencia de los Fragmentos... deja hablar al yo amante, pero no mediado por otros discursos sino solo, en la pura intemperie, en la irreductible soledad. El tono melancólico que se desprende de la renuencia a aceptar cualquier posible aplacamiento del malestar podría poner en entredicho la idea del duelo como elaboración de una pérdida, para en cambio aferrarse a la zozobra, así se pregunta: “¿De qué quieren que me cure? ¿Para encontrar qué estado, qué vida?” porque esa ausencia que da “la certidumbre de lo Definitivo” lleva a poner en entredicho los caminos del sentido y los parámetros que podían cohesionar u organizar lo heterogéneo y múltiple.

La certeza de lo definitivo liga la muerte de su madre con la propia, subrayando una simbiosis imposible entre ambos, pero de todos modos incidente, ahí, en sus actos y podría decirse, de entre sus actos, no sólo la insistencia en permanecer en la casa compartida, de transcribir palabras, gestos o silencios de la ausente. La melancolía es entonces en el Diario una suerte de emanación del “punto que ha alcanzado la pérdida”, pero no se traduce en abandono de lo que seguía siendo el mundo de Roland Barthes. La sucesión de fechas no sólo marca las notas del Diario, es también el orden del calendario que no dejó de funcionar para la continuidad de sus seminarios en el College de France, para los viajes (si bien completamente trastrocados por la angustia y al mismo tiempo el deseo de volver a la casa que preservaba siquiera el halo de la ausencia), para los encuentros con otros (que parecen incomodarle en tanto reafirma la soledad como espacio de libertad para dejar fluir lo que fuera que se presentara en torno del hecho definitivo). De modo que el Diario no es el relato de una suerte de superación o sublimación de la pérdida, ni una inmóvil confesión, sencillamente porque es la forma en que alguien como Barthes puede dar cuenta de esta experiencia, mediante la reflexión –un pensar y un replegarse sobre sí– y la lectura-escritura. No es extraño entonces que en la Biblioteca Nacional transcriba una cita de Proust, precisamente en relación con el mismo hecho irreductible: “Está usted inerte, espere que la fuerza incomprensible que lo ha roto lo levante un poco, digo un poco pues siempre guardará usted algo de roto. Dígase usted esto pues es una dulzura saber que no se amará nunca menos, que uno no se consolará jamás, que se acordará cada vez más”.

Roland y Henriette

El duelo entonces, sin elegir faulknerianamente entre la nada y la pena, adquiere modulaciones diversas; es lo irreversible, pero puede ser también dolorosa disponibilidad, espera de un sentido. Los ritmos del duelo, visto por Barthes como una intensidad continua, sin embargo presentan leves pero significativas oscilaciones, como si sumido en él siempre, pudiera encauzarlo de algún modo en la escritura. En la entrada del 29 de noviembre de 1977 hace referencia a uno de sus últimos seminarios: Lo neutro. El proyecto inicial de hablar de la diferencia que separa el querer-asir del querer-vivir, se ha visto influido por “el deseo de Neutro en mi vida presente” (o sea, después de la muerte de la madre), que introduce una inflexión: “Ese querer-vivir ya decantado de la vitalidad”. Lo que había llegado como una experiencia inédita y fundamental, incide en sus teorizaciones reafirmando los enlaces entre lo vivido y lo pensado.


Escrito entre abril y junio de 1979, el brillante ensayo La cámara lúcida, lleva también la marca de esa muerte. ¿Qué desvela a Barthes ante la fotografía? El hecho de que esa imagen ha fijado algo que ha tenido lugar, una referencia certificada por ella misma, pero que ya no está ni estará ¿Y qué es eso que llama punctum en la imagen –y que diferencia, de cualquier posible studium, digamos semiótico– si no un centro de gravitación que atrae y punza, como los detalles que surgen en el Diario? El libro incluye una serie de fotos, a las que Barthes aplica sus análisis, con una llamativa ausencia: no se reproduce aquella en la que está la madre de niña donde él descubre su “aire”, su singularidad, en una imagen que no desea compartir porque esa percepción sólo puede ser suya, semejante al Diario que bien puede definirse como la escritura de lo intransferible.

Barthes quiso pervivir a su madre en su propia escritura, quizás un modo de “habitar la aflicción”, y logró en gran medida esa dulzura del amor de la que hablaba Proust, pero asimismo lo definitivamente roto impuso su límite. El proyecto de la Vita Nuova, inspirado en Dante referido al duelo del ser amado, donde la madre iba a ocupar un lugar esencial, fracasa. Quizá porque fuera algo semejante a lo que en su lectura de El señor Waldemar de Poe, Barthes había definido como el enunciado imposible: “Estoy muerto”.



Tomado de:
Cella, Susana (2010): "Todo sobre mi madre". En Suplemento Radar Libros, diario Página 12, Bs. As. 24 de enero de 2010.

03 febrero 2017

Arte de leer. Hugo de San Victor


Hugo de San Victor (1096-1141)

Arte de leer

Hugo de San Victor



Tres cosas necesitan los que estudian: capacidad natural, ejercicio y disciplina. Por capacidad natural se entiende que el estudiante comprenda fácilmente lo que oye y retenga firmemente lo comprendido; por ejercicio, que se fomente la capacidad natural con el esfuerzo perseverante; por disciplina, que haya congruencia entre la teoría y la práctica, manifestada en una vida honorable. De cada una de estas tres cosas daremos una breve explicación, a modo de introducción.


Los que se dedican al estudio deben estar dotados a la vez de aptitud y de memoria, que están tan estrechamente vinculadas entre sí en todo estudio y disciplina, que si llega a faltar una de ellas, la otra no puede llevar a nadie a la perfección. Es como en el caso de las ganancias, de nada sirven si no son guardadas y, por otra parte, en vano se dispone de lugares de acopio si no hay nada que guardar. La aptitud encuentra la sabiduría, la memoria la guarda. La aptitud es una cierta potencia naturalmente presente en la mente y con un valor intrínseco; procede de la naturaleza, mejora con la práctica, se embota con el excesivo trabajo y se agudiza con el ejercicio equilibrado. Como alguien dijo con bastante buen gusto: “Quiero que por fin te cuides a ti mismo, hay demasiado afán en esos papeles. ¡Sal a que te dé el aire!” Hay dos cosas que mejoran la aptitud: la lectura y la meditación. La lectura permite que nos formemos en las reglas y preceptos que obtenemos de los libros. Hay tres clases de lectura: la del maestro, la del alumno y la del que lee por su cuenta de manera independiente. Por ello decimos: “le leo un libro”, “me asiste en la lectura de un libro”, “leo un libro”. En la lectura hay que tener en cuenta sobre todo el orden y el modo.


El modo como hay que leer un texto se basa en la división de su contenido. Toda división comienza con lo finito y se extiende hasta lo infinito. Ahora bien, todo lo que es finito es más conocido, y puede ser comprendido por el conocimiento. Por otra parte, la enseñanza comienza por aquello que es más conocido y, a través de este conocimiento, llega al descubrimiento de lo que está oculto. Además, investigamos por medio de la razón, cuya función es dividir, cuando descendemos de los universales a los particulares  mediante la división y la investigación de la naturaleza de cada cosa. En efecto, todo universal es más determinado que sus particulares; por tanto, cuando aprendemos, debemos empezar por los universales que son más conocidos, determinados y comprehensivos, y así, descendiendo poco a poco y distinguiendo cada cosa por la división, llegamos a investigar la naturaleza de lo que contienen los universales.


La meditación es una reflexión persistente, acompañada de deliberación, que prudentemente investiga la causa y el origen, el modo y la utilidad de cada cosa. La meditación tiene su punto de partida en la lectura, pero sin verse constreñida por sus reglas y preceptos, pues se complace en recorrer ciertos espacios abiertos donde concentra libremente su mirada penetrante en la contemplación de la verdad y logra captar a veces unas causas de las cosas, a veces otras, y en ocasiones, adentrarse en las profundidades sin dejar nada en la duda o en la oscuridad. Así pues, el inicio de la enseñanza se encuentra en la lectura; su culminación, en la meditación, y si alguien se ha familiarizado amorosamente con ella y ha decidido entregársele con frecuencia, ella le recompensará con una vida verdaderamente agradable y le proporcionará el mejor consuelo en el momento de la tribulación. En efecto, la meditación es la que más aísla al alma del bullicio de las actividades terrenales, y permite que también en esta vida se tenga una especie de gusto anticipado por la dulzura del descanso eterno. Y cuando a través de las cosas que han sido hechas se ha aprendido a buscar y entender a Aquel que todo lo ha hecho, entonces se instruye al espíritu con el conocimiento al mismo tiempo que se le llena de alegría. De ahí resulta que en la meditación se encuentra el máximo deleite. Hay tres clases de meditación: una consiste en la consideración de las costumbres; otra, en el examen de los mandatos; la tercera, en la investigación de las obras divinas. Las costumbres se encuentran en los vicios y en las virtudes. El mandato divino prescribe, promete o amenaza. Obra de Dios es lo que con su poder crea, l o que con su sabiduría gobierna, lo que con su gracia coopera. Y mientras con mayor aplicación se entregue el hombre a meditar sobre las maravillas de Dios, tanto más se convencerá de cuán dignas de admiración son todas ellas.

Hugo fue el iniciador del 
misticismo de la Escuela 
de San Victor (siglo XII)

De la memoria


Pienso que al hablar de la memoria por ningún motivo debe pasarse por alto aquí que así como la aptitud natural investiga y descubre mediante la división, así la memoria conserva mediante la recolección. Es preciso, por tanto, que lo que dividimos en el proceso del aprendizaje lo recojamos ahora para encomendarlo a la memoria. Recoger significa reducir a un resumen breve y sustancioso aquello de lo que se escribió y se discutió con mayor detalle; es lo que los antiguos llamaron “epílogo”, es decir, una breve síntesis de lo expuesto antes. Todo tema que se trata tiene un principio en el que se apoya toda la verdad del asunto y la fuerza del pensamiento, y de él depende todo lo demás. Buscar y examinar este principio es lo que significa recoger. Existe una sola fuente y muchos arroyos que de ella emanan. ¿Para qué seguir las sinuosidades de las corrientes? Mantente en la fuente y dominarás todo. Digo esto porque la memoria del hombre es débil y disfruta de la brevedad, por lo que si tiene que abarcar muchas cosas va perdiendo fuerza en cada una de ellas. Debemos, por tanto, en todo aprendizaje recoger ciertos datos breves y seguros que se puedan guardar en el cofrecito de la memo ria, de donde posteriormente, cuando las circunstancias lo exijan, se puedan sacar las debidas conclusiones. Es también necesario repasar todo esto con frecuencia y llevarlo desde el vientre de la memoria hasta el gusto del paladar, para evitar que desaparezca a consecuencia de un descuido prolongado. Por todo esto te pido, lector, que no te alegres demasiado por haber leído mucho, sino por haber comprendido mucho, y no sólo por haberlo comprendido, sino por haberlo sabido retener. De lo contrario, de poco sirve leer o comprender mucho. Por ello, quiero repetir aquí lo que dije antes: los que se dedican al estudio necesitan estar dotados de aptitud natural y de memoria.


De la humildad


El principio de la disciplina es la humildad, cuyas manifestaciones son muchas, pero de especial importancia para el lector son las tres siguientes: la primera, que no debe despreciar conocimiento ni escrito algunos; la segunda, que no debe avergonzarse de nadie que pueda enseñarle algo; la tercera, que una vez alcanzado el saber, no mire con desprecio a los demás.


Hay muchos que se ven dominados por el deseo de parecer sabios antes de serlo, y por ello son víctimas de un ataque de arrogancia que los lleva a comenzar a simular lo que no son y a avergonzarse de lo que realmente son; y se alejan tanto más de la sabiduría cuanto que su propósito no es convertirse en sabios, sino que se piense que lo son. He conocido a muchos que actúan de esta forma, quienes, aunque todavía carecen de los conocimientos básicos, sólo se dignan interesarse en las cuestiones más elevadas, y creen que llegarán a ser grandes con sólo leer los escritos y escuchar las palabras de los grandes y de los sabios. “Nosotros”, dicen, “los hemos visto, hemos seguido sus lecciones. Con frecuencia conversaban con nosotros. Esos grandes, esos hombres famosos nos conocen”. Pero ¡ojalá que a mí nadie me conociera y que yo conociera todo! Ustedes se glorían de haber visto a Platón, no de haberlo comprendido. Pienso luego que es indigno de ustedes que sean mis discípulos, porque yo no soy Platón, y ni siquiera tuve el mérito de verlo. Mejor para ustedes, porque han bebido en la fuente misma de la filosofía, pero ¡ojalá que todavía estuvieran sedientos! El rey, después de haber bebido en una copa de oro, bebe ahora en un vaso de barro. ¿De qué se avergüenzan? Ya escucharon a Platón, escuchen ahora a Crisipo. Como dice el proverbio: “Lo que tú ignoras, tal vez Ofelo lo sepa”. No hay nadie a quien le haya sido concedido saber todo, como tampoco hay nadie a quien no le hubiera tocado recibir algún don especial de la naturaleza. Así pues, el estudiante prudente escucha a todos con gusto, lee todo, y no desprecia escrito alguno, a persona alguna, ni enseñanza alguna. Sin hacer distinción, busca en cada uno lo que sabe que le hace falta, sin tomar en cuenta lo que conoce, sino lo que ignora. De ahí el dicho platónico que algunos repiten: “Prefiero aprender modestamente lo que otros dicen que exponer con descaro lo que yo pienso”. ¿Por qué, pues, te ruborizas de ser enseñado y no te avergüenzas de tu ignorancia? Mayor debe ser la vergüenza en este caso. O ¿por qué aspiras a las alturas cuando yaces en las profundidades? Examina más bien cuál es la capacidad de tus fuerzas. Muy bien avanza el que lo hace gradualmente. Hay algunos que al pretender dar un gran salto adelante caen por tierra. Así pues, no te apresures demasiado y de este modo llegarás más pronto a la sabiduría. Aprende alegremente de los demás lo que tú ignoras, porque la humildad puede hacer que compartas lo que la naturaleza ha dado a cada quien como un bien propio. Serás más sabio que todos si estás dispuesto a aprender de todos. Los que de todos reciben son más ricos que todos. Por último, no desprecies conocimiento alguno porque todo conocimiento es bueno. No desdeñes, si tienes tiempo, la lectura por lo menos de ningún escrito. Si no obtienes provecho, tampoco pierdes nada, sobre todo si se tiene en cuenta que, a mi juicio, no existe libro alguno que no ofrezca algo de interés si se lee en el lugar y en el momento adecuados; o que no contenga algo especial que el atento escudriñador de las palabras no haya encontrado en otros escritos, y que con tanto mayor gusto acoge cuanto más raro es el hallazgo.Sin embargo, nada puede ser bueno si se elimina lo que es mejor. Si no es posible que leas todo, lee entonces lo que sea de mayor utilidad; y aunque pudieras leer todo, no debes dedicarle el mismo esfuerzo a todo. Se deben leer ciertos escritos para que no nos sean desconocidos; otros se deben leer para que por lo menos hayamos oído hablar de ellos, porque suele suceder que otorguemos más valor del que realmente tiene a aquello de lo que no hemos oído hablar, y se valora mejor aquello cuyos frutos se conocen.








Tomado de:
DE SAN VICTOR, Hugo (2016): Didascalicón. Del arte de leer. Colección 17 pp. 65-72

02 febrero 2017

Alucinaciones de uno mismo. Oliver Sacks




«Doppelgängers»:
 Alucinaciones de uno mismo

Oliver Sacks


La parálisis del sueño puede ir asociada, como han recalcado algunos de mis corresponsales, a la sensación de levitar o flotar, e incluso con alucinaciones en las que uno abandona el propio cuerpo y flota por el espacio. Estas experiencias, tan diferentes de las horribles pesadillas, pueden ir acompañadas de sentimientos de calma y alegría (algunos de los sujetos de Cheyne utilizaron el término «dicha»). Jeanette B., que toda su vida ha sufrido narcolepsia y parálisis del sueño (a los que se refiere como «ataques»), me describió lo siguiente:

Después de acabar la universidad los ataques se convirtieron en una carga y una bendición. Una noche en que era incapaz de salir de la parálisis, me dejé ir; ¡y sentí cómo lentamente salía de mi cuerpo! Había superado la parte terrorífica y sentí una dicha maravillosa y pacífica mientras salía de mi cuerpo y subía flotando. Mientras lo experimentaba, me parecía muy difícil creer que fuera una alucinación. Todos mis sentidos estaban insólitamente aguzados: oía una radio en la otra habitación, fuera chirriaban los grillos. Sin entrar en detalles, esa alucinación era lo más agradable que había experimentado nunca. (…)


Pero la dicha puede coincidir con el terror, algo que descubrió Peter S., un amigo mío, cuando tuvo un episodio de parálisis del sueño con alucinación. Le parecía que abandonaba el cuerpo, volvió la cabeza para lanzarle una mirada, y se elevó hacia el cielo. Tuvo una enorme  sensación de libertad y alegría, ahora que había abandonado las limitaciones del cuerpo humano y le parecía que podía vagar a su antojo por el universo. Pero también sentía miedo, que se convirtió en terror, ante la idea de extraviarse para siempre en el infinito y no ser capaz de volver a reunirse con su cuerpo en la tierra.


Parálisis del sueño


Las experiencias extracorpóreas pueden ocurrir cuando algunas regiones específicas del cerebro se ven estimuladas durante un ataque con una migraña, y también con estimulación eléctrica de la corteza cerebral. Pueden darse cuando se experimenta con drogas o en trances autoinducidos. Las experiencias extracorpóreas también pueden producirse cuando el cerebro no recibe suficiente sangre, como sucede a veces si hay paro cardíaco o arritmia, una enorme pérdida de sangre o una conmoción.


Mi amiga Sarah B. tuvo una experiencia extracorpórea en la sala de partos, justo después de dar a luz. Había tenido un bebé saludable, pero había perdido mucha sangre, y su tocólogo le dijo que tendría que comprimir el útero para detener la hemorragia. Sarah escribió: Sentí que me apretaba el útero y me dije que no tenía que moverme ni gritar. (…) Entonces, de repente, flotaba con la nuca contra el techo. Miraba un cuerpo que no era el mío. El cuerpo estaba a cierta distancia de mí. (…) Observé cómo el médico golpeaba a esa mujer y le oí gruñir con fuerza a causa del esfuerzo. Me dije «Esta mujer es muy desconsiderada. Le está causando muchos problemas al doctor J.» (…) O sea que estaba completamente orientada respecto a la hora, el día, el lugar, la gente y el suceso. Sólo que no me daba cuenta de que el centro del drama era yo.Al cabo de un rato, el doctor J. retiró las manos del cuerpo, retrocedió y anunció que la hemorragia había cesado. Mientras lo decía, me sentí regresar a mi cuerpo igual que un brazo se adentra en la manga de un abrigo. Ya no miraba al médico desde arriba, de lejos; ahora era él el que se alzaba sobre mí, muy cerca. Su bata blanca de cirujano estaba cubierta de sangre.


La presión sanguínea de Sarah había bajado hasta un nivel crítico, y fue precisamente eso -no le llegaba suficiente oxígeno al cerebro- lo que precipitó la experiencia extracorpórea. Es posible que la ansiedad constituyera un factor adicional, al igual que el hecho de tranquilizarse finalizó el ataque, a pesar de que seguía con la presión muy baja. El que no reconociera su propio cuerpo es algo curioso, aunque a menudo se menciona que el cuerpo parece «vacío» o «desocupado» cuando el yo ahora incorpóreo baja la vista hacia su antigua morada.


Otra amiga, Hazel R., que es química, me contó la experiencia que tuvo hace muchos años, cuando estaba de parto. Le ofrecieron heroína para el dolor (algo muy común en Inglaterra en aquella época), y a medida que la heroína le hacía efecto, se sintió flotar hacia arriba, deteniéndose debajo del techo en un rincón de la sala de partos. Vio su cuerpo abajo, y no sintió ningún dolor: le pareció que el dolor se había quedado en el cuerpo que había abajo. También experimentó una gran agudeza visual e intelectual: se sentía capaz de resolver cualquier problema (por desgracia, dijo con ironía, no se le presentó ninguno). A medida que la heroína dejaba de hacerle efecto, regresó a su cuerpo y a sus violentas contracciones y dolor. Cuando su tocólogo le dijo que podía darle otra dosis, ella le preguntó si aquello no afectaría al bebé. Una vez tranquilizada por la respuesta negativa del médico, consintió en que le administrara una segunda dosis, y de nuevo disfrutó de la separación de su cuerpo y de sus dolores de parto, así como de una sensación de claridad mental sobrenatural. 


Aunque esto ocurrió hace más de cincuenta años, Hazel todavía lo recuerda con todo detalle. No es fácil imaginar dicha separación del cuerpo si no se ha experimentado. Yo nunca he sufrido una experiencia extracorpórea, pero una vez participé en un experimento extraordinariamente simple que me demostró lo fácil que es que el propio yo se separe del cuerpo y se «reencarne» en un robot. El robot era una enorme figura metálica que tenía videocámaras en lugar de ojos y unas pinzas como de langosta en lugar de manos; lo habían diseñado para enseñar a los astronautas a utilizar máquinas similares en el espacio. Me colocaron unas gafas conectadas a las cámaras de vídeo, con lo que de hecho ya estaba viendo el mundo a través de los ojos del robot, e inserté las manos en los guantes con sensores que registrarían mis movimientos y los transmitirían a las pinzas del robot. En cuanto lo conectaron y comencé a mirar a través de los ojos del robot, tuve la extraña experiencia de ver, a poco menos de un metro a mi izquierda, una figura extrañamente pequeña (¿me parecía pequeña porque yo, encarnado en el robot, ahora era tan grande?), sentada en una silla y provista de guantes y gafas, una figura vacía que comprendí, con un sobresalto, que debía de ser yo.


El cirujano Tony Cicoria fue golpeado por un rayo hace unos años y sufrió un paro cardíaco. (Relato la totalidad de esta compleja historia en Musicofilia). Esto es lo que me contó:


Recuerdo el destello de luz que salió del teléfono. Me golpeó en la cara. Lo siguiente que recuerdo es que volaba hacia atrás. (…) [A continuación] volé hacia delante. (…) Vi mi cuerpo en el suelo. Me dije: «Mierda, estoy muerto». Vi que la gente se reunía en torno al cuerpo. Vi una mujer (…) que se inclinaba sobre mi cuerpo y me hacía la resucitación cardiopulmonar. La experiencia extracorpórea de Cicoria se hizo más compleja: «Luego me rodeó una luz blancoazulada, una enorme sensación de paz y bienestar»; a continuación sintió que se lo llevaban al cielo (la experiencia extracorpórea se había convertido en una «experiencia cercana a la muerte», algo que casi nunca ocurre con las experiencias extracorpóreas), y entonces —quizá habían pasado más de treinta o cuarenta segundos desde el momento en que lo golpeó el rayo—: «¡PAM! Ya estaba de vuelta».


Doppelgängers, fotografía de Javier Roz

El término «experiencia cercana a la muerte» fue introducido por Raymond Moody en su libro de 1975 Vida después de la vida. Moody, tras seleccionar información de muchas entrevistas, describió una serie de experiencias extraordinariamente uniformes y estereotipadas, comunes a muchas experiencias cercanas a la muerte. Una mayoría de las personas afirmaban haberse visto atraídas hacia un túnel oscuro, y luego lanzadas hacia un resplandor (que algunos entrevistados denominaron «un ser de luz»); y finalmente intuían un límite o una barrera delante de ellos: casi todo lo interpretaban como el límite entre la vida y la muerte. Algunos experimentaban una rápida reproducción o revisión de los hechos de sus vidas; otros veían amigos y parientes. En una típica experiencia cercana a la muerte, todo esto quedaba incluido de una sensación de paz y alegría tan intensa que el verse «obligado a volver» (al cuerpo, a la vida) podía ir acompañado de una poderosa sensación de pesar. Dichas experiencias se percibían como reales: «más reales que lo real», se comentaba a menudo. Muchos de los entrevistados por Moody se inclinaban por una interpretación sobrenatural de estas singulares experiencias, pero otros tienden cada vez más a verlas como alucinaciones, aunque de un tipo extraordinariamente complejo. Algunos investigadores han buscado una explicación natural en términos de actividad cerebral y flujo sanguíneo, puesto que las experiencias cercanas a la muerte suelen ir asociadas sobre todo con un paro cardíaco y también pueden ocurrir en desmayos, cuando la presión sanguínea se desploma, la cara se vuelve cenicienta, y la cabeza y el cerebro se quedan sin sangre.


Kevin Nelson y sus colegas de la Universidad de Kentucky han presentado pruebas que sugieren que, cuando el flujo sanguíneo del cerebro se ve comprometido, existe una disociación de la conciencia, de modo que los sujetos, aunque despiertos, están paralizados y sometidos a alucinaciones oníricas características de la fase del sueño REM («intrusiones REM»), en un estado, por tanto, que guarda semejanzas con la parálisis del sueño (las experiencias cercanas a la muerte son también más corrientes en personas propensas a la parálisis del sueño). A esto se añaden varios rasgos especiales: el «túnel oscuro» guarda correlación, según Nelson, con la falta de riego sanguíneo en las retinas (se sabe que esto produce una constricción de los campos visuales, o visión de túnel, y puede ocurrirles a los pilotos sometidos a grandes tensiones gravitatorias). Nelson relaciona «la luz brillante» con un flujo de excitación neuronal que se desplaza de una parte del tallo cerebral (el pons) a las estaciones repetidoras visuales subcorticales y de ahí a la corteza occipital. Además de todos estos cambios neurofisiológicos, puede darse una sensación de terror y pavor reverencial al saber que uno sufre una crisis mortal —algunos sujetos, de hecho, han oído cómo se les declaraba muertos—, y el deseo de que la muerte, aunque inminente e inevitable, sea tranquila y quizá un tránsito a otra vida.


En otras ocasiones uno no abandona el cuerpo, sino que ve un doble de sí mismo desde su punto de vista normal, y ese otro yo a menudo imita (o comparte) las propias posturas y movimientos. Estas alucinaciones autoscópicas son puramente visuales y generalmente bastante breves. Pueden ocurrir, por ejemplo, en los escasos minutos que dura una migraña o aura epiléptica. En su deliciosa historia de la migraña: «Migraine: From Cappadocia to Queen Square», Macdonald Critchley describe este fenómeno en el gran naturalista Carl Linneo:


A menudo Linneo veía a «su otro yo» paseando por el jardín en paralelo a sí mismo, y el fantasma imitaba sus movimientos, por ejemplo, agacharse para examinar una planta o coger una flor. A veces su otro yo ocupaba su asiento en el escritorio de la biblioteca. En una ocasión, mientras hacia una demostración a sus alumnos, quiso ir a buscar una muestra a su habitación. Abrió la puerta rápidamente con la intención de entrar, pero se detuvo enseguida diciendo: «¡Ah! Si ya estoy ahí».


Charles Lullin, el abuelo de Charles Bonnet, vio regularmente una alucinación parecida de su doble durante unos tres meses, tal como lo relata Douwe Draaisma:


Una mañana, mientras fumaba tranquilamente su pipa junto a la ventana, vio a un hombre despreocupadamente apoyado contra el marco de la ventana. Exceptuando el hecho de que era una cabeza más alto, el hombre era exactamente igual que él: también fumaba en pipa, y llevaba el mismo gorro y la misma bata. El hombre volvía a estar allí a la mañana siguiente, y poco a poco se convirtió en una aparición familiar.


El doble autoscópico es literalmente una imagen especular de uno mismo, con la derecha transpuesta a la izquierda y viceversa, que hace de espejo de las propias posturas y actos. El doble es un fenómeno puramente visual, sin identidad ni intencionalidad propia. No tiene deseos ni toma iniciativas; es pasivo y neutral.


Jean Lhermitte, al analizar el tema de la autoscopia en 1951, escribió: «El fenómeno del doble lo pueden producir muchas otras enfermedades del cerebro, además de la epilepsia. Aparece en la parálisis general (neurosífilis), en la encefalitis, en la encefalosis de la esquizofrenia, en lesiones focales del cerebro, en trastornos postraumáticos. (…) La aparición del doble debería hacernos sospechar seriamente que quien lo ve padece alguna enfermedad».


El tema del doble, el doppelgänger, un ser que es en parte uno mismo y en parte Otro, resulta irresistible para la mentalidad literaria, y generalmente se lo retrata como un presagio siniestro de muerte o calamidad. A veces, como en el relato «William Wilson» de Edgar Allan Poe, el doble es la proyección tangible e invisible de una conciencia culpable que se vuelve cada vez más intolerable hasta que, por fin, la víctima ataca a su doble con intenciones aviesas y se da cuenta de que se ha apuñalado a sí mismo. A veces el doble es invisible e intangible, como en el cuento de Guy de Maupassant, «Le Horla», pero sin embargo, este doble deja pruebas de su existencia (por ejemplo, se bebe el agua que el narrador coloca en su botella de la mesita de noche).


En la época en que escribió su cuento, Maupassant a menudo veía un doble de sí mismo, una imagen autoscópica. Como le comentó a un amigo: «Cuando vuelvo a casa, casi siempre veo a mi doble. Abro la puerta y lo veo sentado en la butaca. Sé que se trata de una alucinación en cuanto lo veo. Pero ¿no es extraordinario? Si uno no tuviera la cabeza fría, ¿no le daría miedo?». En aquella época Maupassant padecía neurosífilis, y cuando la enfermedad estuvo más avanzada, era incapaz de reconocerse en un espejo, y, se cuenta, saludaba a su imagen en el espejo, le hacía una reverencia e intentaba estrecharle la mano.


Este Horla que lo persigue y sin embargo es invisible, aunque quizá esté inspirado en sus experiencias autoscópicas, es algo completamente distinto; pertenece, al igual que William Wilson y el doble de Goliadkin en la novela de Dostoievski, a lo esencialmente literario, el género gótico del doppelgänger, un género que conoció sus días de gloria entre finales del siglo XVIII y comienzos del XX.


En la vida real —a pesar de los casos extremos relatados por Brugger y otros—, los dobles autoscópicos podrían ser menos malignos; incluso podría tratarse de figuras bondadosas o implícitamente morales. Uno de los pacientes de Orrin Devinsky, que sufría heautoscopia asociada a sus ataques de lóbulo temporal, describió el siguiente episodio: «Era como un sueño, pero estaba despierto. De repente, me vi a mí mismo a un metro y medio delante de mí. Mi doble cortaba el césped, que es lo que yo había estado haciendo». Posteriormente, este hombre sufrió más de una docena de episodios justo antes de sus ataques, y muchos otros que al parecer no guardaban relación con la actividad del ataque. En un artículo de 1989, Devinsky et al. escribieron:

Su doble siempre es transparente, una figura completa ligeramente más pequeña que en la vida real. A menudo viste ropa distinta a la del paciente y no comparte sus pensamientos o emociones. Generalmente el doble lleva a cabo una actividad que el paciente considera que debería estar haciendo, y así afirma que «ese tipo es mi conciencia culpable».









Tomado de:
SACKS, Oliver (2012): Alucinaciones, Barcelona, Anagrama, pp. 135-141.