21 septiembre 2013

La revelación de lo arcaico. Paul Ricoeur




La revelación de lo arcaico

Paul Ricoeur


Personalmente veo en el freudismo una revelación de lo arcaico, una manifestación de algo siempre anterior. Es ahí donde el freudismo tiene antiguas raíces y planta nuevas raíces que lo ligan con la filosofía romántica de la vida y de lo inconsciente. Cabría revisar toda la obra teórica de Freud desde el punto de vista de sus implicaciones temporales, y se vería que el tema de lo anterior representa su obsesión característica.


La célula melódica de todo ese desarrollo sería el concepto de regresión tal como lo explica el famoso capítulo VII de La interpretación de los sueños. Ya lo hemos analizado largamente, y no voy a volver sobre la estructura de ese difícil capítulo, ni sobre la índole realista o figurada del esquema del aparato psíquico, ni sobre el nexo entre la tópica de 1900 y la concepción acerca de la escena infantil de la seducción por parte del padre: voy directamente a lo que me parece ser el punto esencial de toda esa construcción. Ya hicimos ver que el esquema está destinado a explicar la anomalía de un aparato psíquico que funciona al revés, en una dirección "regresiva" y no "progresiva". La realización de deseos (Wunscherfüllung}, en que consiste el sueño, resulta regresiva en un triple aspecto: es un retorno al material bruto de la imagen; es un retorno a la infancia; y es un retorno tópico hacia la extremidad perceptiva del aparato psíquico en lugar de una progresión hacia la extremidad motriz. Pues bien, anota Freud: "las tres clases de regresión vienen a ser una y se conjugan en la mayor parte de los casos, puesto que lo más antiguo en el tiempo es también lo más primitivo desde el punto de vista formal, y está situado, dentro de la tópica psíquica, lo más cerca posible de la extremidad perceptiva". Finalmente, la índole retrógrada con respecto al punto de vista tópico sirve para expresar, mediante un modelo, las otras dos formas de regresión: de un lado el retorno a la imagen, a la figuración escénica, a la alucinación, y de otro lado la regresión temporal. Pues bien, estas dos últimas formas de regresión son solidarias entre sí: "La reunión de los pensamientos del sueño —afirma Freud— se encuentra disgregada en el curso de la regresión y nos conduce a su primer material". Por otra parte, tal descomposición (otra forma de designar la regresión fomal), el retorno del pensamiento a la imagen está al servicio del retorno al pasado, ya que el "pensamiento del sueño" no tiene, en razón de la censura, otra salida que ese modo alucinatorio de figuración: "Según esta concepción, el sueño sería el equivalente de una escena infantil, modificada por la transferencia a una esfera reciente; comoquiera que la escena infantil no puede efectuar su propia reaparición, debe contentarse con reaparecer como sueño". Finalmente, el aspecto más fuertemente acentuado es el sentido temporal de la regresión: "El sueño es, en suma, un ejemplo de regresión a la condición más precoz del soñante, una reviviscencia de su niñez, de los impulsos que predominaron entonces, de los modos expresivos de que pudo disponerse". Ampliando esta visión, añade Freud: "Presentimos toda la justeza de las palabras de Nietzsche cuando dice que en el sueño se perpetúa una época primitiva de la humanidad que apenas podríamos alcanzar en forma directa. Mediante el análisis de los sueños podemos esperar llegar a conocer la herencia arcaica del hombre y descubrir lo que es psíquicamente innato". Que éste es, finalmente, el acento dominante de La interpretación de los sueños nos lo confirman las últimas líneas del libro: "¿Pueden los sueños hacernos conocer el porvenir? No hay ni que pensar en ello", responde categóricamente Freud; porque incluso si el sueño nos lleva al porvenir, mostrándonos nuestros deseos como realizados, tal porvenir está "modelado por el deseo indestructible conforme a la imagen del pasado". De esta forma la palabra pasado resulta ser la última palabra de La interpretación de los sueños. La tesis subyacente a toda esta discusión es que ningún deseo, ni siquiera el de dormir (aunque el sueño sea su guardián), resulta eficaz si no se apega a los "deseos indestructibles" y "diríamos que inmortales" de nuestro inconsciente.


Cabría leer toda la obra de Freud bajo la mira de este hilo conductor; toda la obra de Freud, es decir y por supuesto la Metapsicología, mas también la teoría de la cultura, que adquiere entonces una tónica filosófica singular. Vamos a diferenciar entre un concepto restringido de arcaísmo, el deducido en forma directa del sueño y la neurosis y tematizado en los ensayos de Metapsicólogia, y un concepto generalizado, que se desprende en forma analógica de la teoría psicoanalítica de la cultura. 


Atengámonos, primeramente, al' área de la arqueología restringida. Si hay en el freudismo un sentido de lo profundo, de lo abisal, lo encontramos en la dimensión temporal o, más exactamente, en la conexión entre la función temporalizante de la conciencia y el carácter "fuera del tiempo" de lo inconsciente. Debemos llegar a decir que la primera función de la propia tópica consiste en distribuir en forma figurada los grados de profundidad del deseo, hasta llegar a lo indestructible. Y así es como la tópica misma está al servicio de la económica, en cuanto figura metafórica de lo indestructible como tal: "En lo inconsciente, nada termina, nada pasa y nada se olvida". Con razón veíamos en estas fórmulas una anticipación de las del ensayo sobre Lo inconsciente. El arcaísmo adquiere ahí un carácter abisal que llega más allá de cualquier energética pulsional: "El núcleo de lo inconsciente —se dice— está formado por presentaciones de pulsión que quieren descargar sus investiciones". Y Freud continúa: "No hay en este sistema ni negación, ni duda, ni grado de certeza; todo esto lo introduce el trabajo de la censura entre el Inc. y el Prec." Y ahora lo más importante: "Los procesos del sistema Inc. se encuentran juera del tiempo, es decir, no están ordenados temporalmente, no los altera el proceso del tiempo; brevemente: no tienen relación ninguna con el tiempo. La relación temporal está ligada, una vez más, al trabajo del sistema Ce." Declaración que no puede separarse de la siguiente: "Los procesos inconscientes tampoco tienen en cuenta la realidad; se hallan sometidos al principio del placer". Todos estos caracteres tienen que considerarse globalmente: "falta de contradicción, proceso primario..., intemporalidad y sustitución de la realidad exterior por la realidad psíquica". Resulta difícil evitar la impresión de que la metapsicología no sólo consiste en ir aplicando un modelo, sino también en ir adentrándose y sumergiéndose en una profundidad existencial donde Freud se une a Schopenhauer, Von Hartmann y Nietzsche.


Sueño  con
Sombras de altísimos árboles 


En sus Nuevas aportaciones al psicoanálisis, Freud no duda en decir que sólo tenemos una vista fronteriza del ello: "Es la parte oscura, impenetrable de nuestra personalidad, y lo poco que sabemos de ella lo hemos aprendido estudiando el trabajo del sueño y la formación del síntoma neurótico". Tan sólo "ciertas comparaciones nos permiten hacernos alguna idea del ello; lo designamos como un caos, como una caldera llena de hirvientes impulsos". ¿No nos parece oír a Platón hablando de la Khóra que el dios pone en orden, en forma de cosmos? En este contexto vuelve Freud a utilizar anteriores declaraciones sobre la intemporalidad de lo inconsciente, sólo que ahora con un hincapié cuasi metafísico: "En el ello no hay nada que corresponda a la representación del tiempo, ni indicio alguno del decurso temporal y, cosa sobremanera sorprendente y que exige un estudio desde el punto de vista filosófico, tampoco hay modificaciones del proceso psíquico debidas a la marcha del tiempo. Los deseos que jamás han salido del ello, y las impresiones sumidas en él a causa de la represión, son virtualmente inmortales y se encuentran tal como estaban al cabo de largos años, tínicamente el trabajo analítico permite, haciéndolos conscientes, situarlos en el pasado y despojarlos de su investición energética. En eso consiste .justamente buena parte del efecto terapéutico del tratamiento analítico. Insisto en afirmar que no hemos puesto aún suficientemente de relieve ese hecho indiscutible de la inmutabilidad de lo reprimido a lo largo del tiempo. Y es ahí donde parece ofrecérsenos una vía de penetración hacia el conocimiento de las mayores profundidades. Desgraciadamente, ni yo mismo he podido avanzar mucho por ese camino".


No olvidemos que estas fórmulas son las de un anciano que reflexiona sobre el conjunto de su obra y acentúa su carácter filosófico. Por eso citamos esas Nuevas aportaciones tan de buena gana en estos capítulos finales. El carácter zeitlos —fuera del tiempo— del inconsciente pertenece en adelante a una visión del hombre en que bien puede hablarse del carácter irrebasable del deseo. (Cuan profetice era, pues, el capítulo vn de La interpretación de los sueños!: la mirada de águila había discernido, de un golpe, lo esencial en lo que hay de extraño (Befremdendes) en el trabajo del sueño; lo extraño es, en efecto, que el proceso secundario se encuentra siempre en retraso respecto al proceso primario, que éste está dado desde el principio, mientras que aquél es tardío y jamás se establece en forma definitiva. La regresión, cuyo testigo y modelo es el sueño, atestigua la impotencia humana para efectuar de manera completa y definitiva tal sustitución, a no ser en la forma inadecuada de la represión; la represión es el régimen ordinario de un psiquismo condenado al retraso y siempre presa de lo infantil y lo indestructible. Un segundo sentido nos lo da la tópica; no sólo representa ésta los grados de alejamiento de los pensamientos inconscientes, la distribución en profundidad de las representaciones y los afectos hasta llegar a lo indestructible, sino también su espacialidad, que es como la figura de la impotencia humana para pasar de la regulación mediante el placer-displacer al principio de la realidad, o, en términos más spinozistas que freudianos, aunque esencialmente equivalentes, la impotencia humana para pasar de la esclavitud a la felicidad y la libertad.


De buena gana vería en la teoría del narcisismo el punto más agudo de esa arqueología tomada en su nivel pulsional. Parece que el narcisismo no agota su significación filosófica con ese papel de obturación u ocultación que nos hizo denominarlo falso Cogito. También el narcisismo tiene una significación temporal: es la forma original del deseo al que siempre se retorna. Recuérdense los textos en que Freud lo designa como "depósito" de la libido; toda libido objetal se diluye en él, y a él regresa toda energía desinvestida. Así es como se constituye en condición de todos nuestros desprendimientos afectivos y, como volveremos luego a repetirlo, de toda sublimación. Y así es como llega Freud a decir que la elección objetal lleva también la marca indeleble del narcisismo. Según él, todos nuestros amores modulan sobre dos objetos arcaicos: la madre que nos ha llevado, alimentado y mimado, y nuestro propio cuerpo; elección anaclítica o elección narcisista, nuestro deseo no tiene —si puedo expresarme así— otra elección. El propio narcisismo, en su forma primaria, siempre se encuentra disimulado; tras de sus innumerables figuras (perversión, desinterés del esquizofrénico, omnipotencia del pensamiento en el primitivo y el niño, reflujo del sujeto doliente hacia su yo amenazado, retirada del dormir, hinchazón del yo en la hipocondría), presentimos que si llegáramos a delimitar el núcleo de la Versagtmg, de esa retirada del yo que se oculta, rehusándose al riesgo de amar, tendríamos la clave de las formaciones imaginativas en que se proyecta lo que podríamos denominar el arcaísmo egótico. Pero el narcisismo primario está siempre más atrás que todos los narcisismos secundarios, que son como sedimentaciones depositadas sobre un fondo antiguo.


Ya estamos en condiciones de pasar del círculo de la arqueología restringida al de la arqueología generalizada. Como lo hicimos ver en la segunda parte de la "Analítica", toda la teoría freudiana de la cultura puede ser considerada como una aplicación analógica que parte del núcleo inicial representado por la interpretación del sueño y la neurosis. Pero dado que tal generalización ocasionó toda una renovación doctrinal (tal como lo atestigua principalmente la se gunda tópica), no parece inútil recorrer la marcha de la arqueología freudiana dentro de sus avatares teóricos.


En la medida en que ideales e ilusiones son análogos del sueño o de los síntomas neuróticos, es obvio que toda la interpretación psicoanalítica de la cultura constituye una arqueología. La genialidad del freudismo consiste en haber desenmascarado la estrategia del principio del placer —forma arcaica de lo humano— bajo sus racionalizaciones, idealizaciones y sublimaciones. La misión del análisis consiste en reducir la novedad aparente al resurgimiento de lo antiguo: satisfacción sustitutiva, restauración del objeto arcaico perdido y derivados de la fantasía inicial son otras tantas expresiones para designar esa restauración de lo antiguo bajo las nuevas apariencias. Evidentemente, dicho carácter arqueológico del freudismo culmina en la crítica de la religión. Bajo el título de "retorno de lo reprimido", Freud distinguió lo que podríamos denominar un arcaísmo cultural, ampliando el arcaísmo onírico hasta las regiones sublimes del espíritu. Sus últimas obras, El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura, Moisés y la religión monoteísta, acentúan con creciente insistencia la tendencia regresiva de la historia humana. Se trata, pues, de un rasgo que, Iq'os de debilitarse, fue reforzándose cada vez más.


De ningún modo pretendo que el freudismo se reduzca a esa denuncia del arcaísmo cultural; pienso hacer ver en el siguiente capítulo la concurrencia existente, dentro de la interpretación psicoanalítica de la cultura, entre una arqueología enérgicamente tematizada y lo que llamaré, a su tiempo, una teleología implícita. Pero antes de proponer una interpretación más dialéctica de la estructura del freudismo, no será inútil insistir en esta interpretación unilateral que acentúa los aspectos más críticos que dialécticos de la doctrina. Como primera aproximación, el freudismo es una interpretación reductiva, una interpretación al estilo de no es más que..., cuyo ejemplo más extremoso lo constituye la famosa fórmula sobre la religión: la religión es la universal neurosis obsesiva de la humanidad. No conviene que nos apresuremos a corregir esta hermenéutica reductiva, sino que debemos mantenernos en ella, ya que una hermenéutica más comprensiva no va a suprimirla, sino a retenerla 


La segunda tópica expresa, a su manera, tal arqueología generalizada, doblando el arcaísmo del ello mediante otro arcaísmo, el del superyó. Tampoco pretendo decir que la concepción del superyó se reduzca a un tema arqueológico; por el conrtario, la teoría de la identificación expresa el aspecto progresivo y estructurante de la institución. Pero no se comprenderían las dificultades de esta teoría de la identificación sin tener en cuenta el fondo arcaico sobre el que se levanta y los rasgos arcaizantes del "complejo del padre" —para hablar una vez más como Freud. Porque es el complejo mismo el que comporta la doble valencia: por una parte, obliga a dejar la postura infantil, y entonces funciona como ley; pero al mismo tiempo retiene cualquier ulterior formación de lo ideal en la red de la dependencia, del temor, de la prevención del castigo y del deseo de consolación. Es a través del arcaísmo de una figura irremediablemente anclada en nuestra infancia como vamos a vencer, cada quien cuando le toque, al arcaísmo de nuestro deseo. Defraudaríamos, pues, a la especificidad de la interpretación freudiana de la ética si pasáramos demasiado aprisa sobre los rasgos arcaicos del superyó.


Sueño conBast, la diosa gato.


Freud denuncia tal arcaísmo al considerar el superyó como un "precipitado" de objetos perdidos y al declarar que se encuentra más hundido en el ello que el sistema perceptivo del yo consciente. Hay entre los dos arcaísmos una especie de complicidad que engendra eso que Freud llama mundo interior, por contraposición al mundo exterior, cuyo representante es el yo. Recopilemos los rasgos de ese arcaísmo. Recordemos, ante todo, que en un plano simplemente descriptivo la conciencia moral del hombre normal se enfoca a partir de un modelo patológico; y esto, lejos de descalificar la descripción de los fenómenos morales, permite examinarlos por su lado inauténtico; el yo observado, el yo condenado y el yo maltratado, son otras tantas figuras que nos permitieron decir lo siguiente: Freud añade una "patología del deber" a lo que Kant había denominado "patología del deseo". El hombre de la moral es, ante todo, un hombre enajenado, que sufre la ley de un amo extraño, como soporta la ley del deseo y como soporta la ley de la realidad. El apólogo de los tres amos, al final de El yo y el ello, resulta muy instructivo al respecto. Por eso es que la interpretación no cambia de sentido al pasar de lo onírico a lo sublime: siempre consiste en desenmascarar; el superyó debe ser descifrado por lo mismo que sigue siendo mi "otro" que hay en mí; como extranjero, sigue siendo extraño. La interpretación ha cambiado de objeto, pero no de sentido. Además de la exploración de los ocultos deseos disfrazados en el sueño y sus análogos, tiene por objeto desenmascarar las fuentes no originarias o no primitivas, ajenas y, propiamente hablando, enajenantes del yo. Es la ventaja positiva de un método exploratorio que excluye desde el principio toda posición de sí [en la existencia] por sí mismo, toda interioridad originaria, todo núcleo irreductible. El recurso a una explicación genética confirma y acentúa los rasgos arcaicos del mundo ético: en el freudismo, la génesis hace de fundamento. La instancia interior de la moralidad deriva de una amenaza exterior interiorizada. Es el mismo núcleo afectivo (el núcleo del Edipo) el que encontramos en la fuente de la neurosis y en el origen de la cultura; cada hombre, y toda la humanidad, considerada como un solo hombre, lleva la cicatriz de una prehistoria cuidadosamente borrada por la amnesia, la cicatriz de una antiquísima historia de incesto y parricidio.


Es cierto que el episodio edípico simboliza la ganancia cultural, el paso a la institución; pero tal victoria sobre el deseo bruto lleva sobre sí los caracteres arcaicos del temor. Es un abandono de objeto, pero bajo-el signo del miedo. La escena primitiva, a la que Tótem y tabú atribuye el nacimiento de la moralidad, es una historia salvaje que sumerje lo sublime dentro de la crueldad. A partir de ahí, ya no duda Freud de que nuestra moralidad conserva los rasgos principales que él distingue en el tabú, a saber: la ambivalencia del deseo y del temor, de la atracción y el espanto. La psicopatología del tabú, emparentada con la clínica de la neurosis obsesiva, se prolonga en el imperativo kantiano.


Freud ha descubierto, por su parte, una estructura fundamental de la vida ética, a saber, un primer asidero de la moralidad, con la doble función de preparar la autonomía y, también, de retardarla, de bloquearla en una fase arcaica. El tirano interior representa el papel premoral y antimoral. Es el tiempo ético, en su dimensión de sedimentación no creativa; es la tradición, en cuanto que simultáneamente fundamenta y obstruye la invención moral. Ca da uno de nosotros ingresa en su humanidad merced a esa instancia del ideal, pero es atraído a la vez hacia su propia infancia, que se nos aparece como una situación nunca superable. 


De ese modo el complejo de Edipo representa al mismo tiempo una poda del deseo (poda figurada en la castración) y la continuidad afectiva entre la económica de la ley y la económica del deseo. Tal continuidad es la que permite elaborar una económica del superyó: "La derivación [del superyó] a partir de las primeras investiciones objétales del ello y en consecuencia a partir del complejo de Edipo..., lo pone en relación con las adquisiciones filogenéticas del ello y lo convierte en una reencarnación de las formaciones anteriores del yo que han depositado su precipitado en el ello. Y así es como el superyó permanece en forma duradera en estrecho contacto con el ello y puede actuar como su representante frente al yo. El superyó se sumerge profundamente en el ello y ésta es la razón de que esté mucho más alejado de la conciencia que el yo..." Todo cuanto añada ulteriormente Freud a esa económica del superyó, sobre todo para explicar su carácter severo y cruel, acentuará todavía más sus rasgos arcaizantes. El superyó es un precipitado de identificación y por lo tanto de objetos abandonados, pero con la notable capacidad de volverse contra su propia base pulsional. 


La pulsión de muerte no es, en efecto, una figura arcaica entre varias otras, sino el índice arcaico de todas las pulsiones, incluso del principio del placer. Tenemos que recordarlo aquí: la pulsión de muerte fue introducida inicialmente para explicar una peripecia de la terapia, la resistencia a la curación, el impulso a repetir la situación traumática original en lugar de elevarla al rango de recuerdo. La función repetitiva se nos aparece así como anterior a la función destructiva en la pulsión de muerte. O mejor, la destrucción es uno de los caminos emprendidos por el viviente para restaurar lo anterior a la vida. 


Las fórmulas de Nuevas aportaciones al piscoanálisis resultan, también a este respecto, más impresionantes que las que hemos tomado de Más allá del principio del placer. La tendencia de la vida a destruirse parece tan primitiva, que Freud se arriesga a escribir: "El masoquismo [autodestructivo] es más antiguo que el sadismo [destructor del otro]"  y todas las pulsiones tienen como mira restablecer un antiguo estado de cosas provocando algún proceso emparentado con el automatismo de repetición; la embriología no es sino un automatismo de repetición. Afirmando, pues, la "naturaleza conservadora de las pulsiones", Freud instala la muerte en la vida, el retorno a lo inorgánico en la promoción misma de lo orgánico. Por tanto las hipótesis de Más allá del principio del placer no eran únicamente "ideas para ver adonde llevaban", sino que expresaban una profunda intuición sobre la naturaleza de las cosas: "Si es verdad que una vez, en alguna época inmemorial, la vida surgió en forma que no podemos imaginar de la materia inorgánica, hubo también, según nuestra hipótesis, creación de una pulsión que tiende a suprimir la vida y a restablecer el estado inorgánico; reconociendo en esta pulsión la autodestrucción de que habla nuestra teoría, podemos considerarla como expresión de una pulsión de muerte que se manifiesta sin excepción en todos los procesos vitales".





















Tomado de:
RICOEUR, Paul (1990): Freud, una interpretación de la cultura. Madrid, Siglo XXI. Pág 384-396.

13 septiembre 2013

Es imposible vivir sin olvido. F. Nietzsche




Es imposible vivir sin olvido


Friedrich Nietzsche



Si una felicidad, un ir en pos de una nueva felicidad, en cualquier sentido que ello sea, es lo que sostiene al ser viviente en la vida y lo impulsa a vivir, posiblemente ningún filósofo tiene más razón que el cínico, pues la felicidad del animal, como cínico consumado, es la prueba viviente de la justificación del cinismo. Una ínfima felicidad, si es ininterrumpida y hace feliz, es incomparablemente mejor que la máxima felicidad que se da solo como episodio, como una especie de capricho, como insensata ocurrencia, en medio del puro descontento, ansiedades y privación. Tanto en el caso de la ínfima como en el de la máxima felicidad, existe siempre un elemento que hace que la felicidad sea tal: la capacidad de olvidar o, para expresarlo en términos más eruditos, la capacidad de sentir de forma no-histórica mientras la felicidad dura.



Quien no es capaz de instalarse, olvidando todo el pasado, en el umbral del momento, el que no pueda mantenerse recto en un punto, sin vértigo ni temor, como una Diosa de la Victoria, no sabrá qué cosa sea la felicidad y, peor aún, no estará en condiciones de hacer felices a los demás. Imaginemos el caso extremo de un hombre que careciera de la facultad de olvido y estuviera condenado a ver en todo un devenir: un hombre semejante no creería en su propia existencia, no creería en sí, vería todo disolverse en una multitud de puntos móviles, perdería pie en ese fluir del devenir; como el consecuente discípulo de Heráclito, apenas se atreverá a levantar el dedo. Toda acción requiere olvido: como la vida de todo ser orgánico requiere no solo luz sino también oscuridad. Un hombre que quisiera constantemente sentir tan solo de modo histórico sería semejante al que se viera obligado a prescindir del sueño o al animal que hubiera de vivir solamente de rumiar y siempre repetido rumiar. Es, pues, posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin recordar, como vemos en el animal; pero es del todo imposible poder vivir sin olvidar. O para expresarme sobre mi tema de un modo más sencillo: hay un grado de insomnio, de rumiar, de sentido histórico, en el que lo vivo se resiente y, finalmente, sucumbe, ya se trate de un individuo, de un pueblo, o de una cultura.



Para precisar este grado y, sobre su base, el límite desde el cual lo pasado ha de olvidarse, para que no se convierta en sepulturero del presente, habría que saber con exactitud cuánta es la fuerza plástica de un individuo, de un pueblo, de una cultura. Me refiero a esa fuerza para crecer desde la propia esencia, transformar y asimilar lo que es pasado y extraño, cicatrizar las heridas, reparar las pérdidas, rehacer las formas destruidas. Hay individuos que poseen en tan escaso grado esa fuerza que, a consecuencia de una sola experiencia, de un único dolor y, con frecuencia, de una sola ligera injusticia, se desangran irremisiblemente como de resultas de un leve rasguño. Los hay, por otra parte, tan invulnerables a las más salvajes y horribles desgracias de la vida, y aun a los mismos actos de su propia maldad que, en medio de estas experiencias o poco después, logran un pasable bienestar y una especie de conciencia tranquila. Cuanto más fuertes raíces tiene la íntima naturaleza de un individuo tanto más asimilará el pasado y se lo apropiará. Podemos imaginar que la más potente y formidable naturaleza se reconocería por el hecho de que ella ignorase los límites en que el sentido histórico podría actuar de una forma dañosa o parásita. Esta naturaleza atraería hacia sí todo el pasado, propio y extraño, se lo apropiaría y lo convertiría en su propia sangre. Una naturaleza así sabe olvidar aquello que no puede dominar, eso no existe para ella, el horizonte está cerrado y nada le puede recordar que, al otro lado, hay hombres, pasiones, doctrinas, objetivos. Se trata de una ley general: todo ser viviente tan solo puede ser sano, fuerte y fe¬cundo dentro de un horizonte, y si, por otra parte, es demasiado egocéntrico para integrar su perspectiva en otra ajena, se encamina lánguidamente o con celeridad a una decadencia prematura. La serenidad, la buena conciencia, la actitud gozosa, la confianza en el porve¬nir todo eso depende, tanto en un individuo como en un pueblo, de que existe una línea que separa lo que está al alcance de la vista y es claro, de lo que está os¬curo y es inescrutable, de que se sepa olvidar y se sepa recordar en el momento oportuno, de que se discierna con profundo instinto cuándo es necesario sentir las cosas desde el punto de vista histórico o desde el punto de vista ahistórico. He aquí la tesis que el lector está invitado a considerar: lo histórico y lo ahistórico son igualmente necesarios para la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas.









Tomado de:
NIETZSCHE, Friedrich: “Sobre las ventajas e inconvenientes de la historia para la vida”
En: http://www.nietzscheana.com.ar

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¿Qué es la crítica? Barthes-Steiner





¿Qué es la crítica?


Barthes, un metalenguaje



Se supone que todo novelista, todo poeta, sean cuales sena los rodeos que pueda adoptar la teoría literaria, habla de objetos y de fenómenos, aunque sean imaginarios, exteriores y anteriores al lenguaje: el mundo existe y el escritor habla, esta es la literatura. El objeto de la crítica es muy distinto; no es "el mundo", es un discurso, el discurso de otro: la crítica es discurso sobre un discurso; es un lenguaje segundo, o un metalenguaje, que se ejerce sobre un lenguaje primero (o lenguaje objeto). De ello se deduce que la actividad crítica debe contar con dos clases de relaciones: la relación entre el lenguaje crítico y el lenguaje del autor analizado, y la relación entre este lenguaje objeto y el mundo. La "frotación" entre estos dos lenguajes es lo que define la crítica y le da tal vez una gran semejanza con otra actividad mental, la lógica, que se funda también enteramente en la distinción del lenguaje objeto y el metalenguaje.


Porque si la crítica no es más que un metalenguaje ello equivale a decir que su tarea no es modo alguno la de descubrir "verdades" sino "valideces". En sí, un lenguaje no es verdadero o falso, es válido o no lo es: válido, es decir, que constituye un sistema coherente de signos. Las reglas que condicionan el lenguaje literario, no afectan a la conformidad de ese lenguaje con lo real (sean cuales sean las pretensiones de las escuelas realistas), sino tan solo a su sumisión al sistema de signos que el autor se ha fijado.


Puede decirse que la tarea de la crítica (ésta es la garantía de su universalidad) es puramente formal: no es "descubrir" en la obra o en el autor analizados, algo "oculto", "profundo", "secreto" que hubiera pasado inadvertido hasta entonces, sino tan solo ajustar como un buen ebanista que aproxima tanteando "inteligentemente" dos piezas de un mueble complicado, el lenguaje que le proporciona su época (existencialismo, marxismo, psicoanálisis) con el lenguaje, es decir, con el sistema formal de sujeciones lógicas, elaborado por el autor según su propia época.


Podría decirse que para la crítica, el único modo de evitar la "buena conciencia" o la "mala fe" de la que se ha hablado al comienzo, consiste en proponerse como un fin moral, no descifrar el sentido de la obra estudiada, sino reconstruir las reglas y las sujeciones de elaboración de ese sentido; a condición de admitir inmediatamente que la obra literaria es un sistema semántico muy particular, cuya finalidad es poner "sentido" en el mundo, pero no "un sentido"; la obra, al menos la que suele llegar a la mirada crítica, y quizá esta sea un definición posible de la buena literatura, la obra nunca es completamente insignificante (misteriosa o "inspirada"), como nunca es completamente clara; por así decirlo, tiene un sentido suspenso: se ofrece al lector como un sistema significante declarado, pero le rehuye como objeto significado.



Steiner, escuchar el eco cuando se ha olvidado la voz.


El crítico vive de segunda mano. Escribe acerca de. Ha de dársele el poema, la novela o el drama; la crítica existe gracias al genio de otros hombres. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura. Pero esto suele acontecer sólo cuando el escritor hace de crítico de la propia obra o de corifeo de la propia poética, cuando la crítica de Coleridge es obra acumulativa o la de T. S. Eliot divulgación. Fuera de Sainte-Beuve, ¿hay alguien que pertenezca a la literatura permanente en calidad de crítico? No es la crítica lo que hace vivir al lenguaje. El crítico existe en cuanto personaje por derecho propio; sus admoniciones y sus querellas desempeñan un papel público. Como nunca antes el estudiante y la persona interesada por la literatura lee comentarios y críticas de libros más que los propios libros, o antes de esforzarse por formarse un juicio personal.


[La critica] primero, debe enseñarnos qué debe releerse y cómo. Obviamente, es inmensa la cantidad de literatura, y constante el acoso de lo nuevo. Hay que elegir, y en esa elección la crítica tiene su utilidad. Esto no significa que deba asumir el papel del hado y señalar un puñado de autores o de libros como la única tradición válida, con exclusión de los demás (la característica de la buena crítica es que son más los libros que abre que los que cierra). Significa que de la vasta, intrincada herencia del pasado la crítica traerá a la luz y promoverá aquello que habla al presente de un modo especialmente directo y apremiante.


El gran crítico sabrá intuir; escudriñará el horizonte y preparará el contexto para el reconocimiento futuro. A veces escucha el eco cuando se ha olvidado la voz o antes de que se haya oído. Fueron ellos los que sintieron, en los años veinte, que se acercaba el tiempo de Blake y de Kierkegaard, o los que atisbaron, diez años después, la verdad general dentro de la pesadilla particular de Kafka. No se trata de escoger ganadores; se trata de saber que la obra de arte está en una relación compleja, provisional, con el tiempo.


Segundo, la crítica puede establecer vínculos. En una época en que la rapidez de la comunicación técnica sirve de hecho para ocultar tercas barreras ideológicas y políticas, el crítico puede actuar de intermediario y guardián. Parte de su cometido es constatar que un régimen político no puede imponer el olvido o la distorsión a la obra de un escrito, que la ceniza de los libros quemados se conserva y se descifra. Así como trata de entablar el diálogo entre el pasado y el presente, del mismo modo el crítico procurará que se mantengan líneas de contacto entre los idiomas.


La tercera función se refiere al juicio de la literatura contemporánea. Hay una distinción entre contemporáneo de inmediato. Lo inmediato acosa al comentarista. Pero es evidente que el crítico tiene una responsabilidad especial ante el arte de su propia época. Debe preguntarse no sólo si tal arte constituye un adelanto o un refinamiento técnicos, si añade un giro estilístico o si juega astutamente con la sensibilidad del momento, sino también por lo que contribuye o lo que sustrae a las menguadas reservas de la inteligencia moral. ¿Qué medida del hombre propone esta obra?


A lo que me he estado encaminando todo el tiempo es a la noción de la capacidad literaria humana. En esa gran polémica con los muertos vivos que llamamos lectura, nuestro papel no es pasivo. Cuando es algo más que fantaseo o un apetito indiferente emanado del tedio, la lectura es un modo de acción. Conjuramos la presencia, la voz del libro. Le permitimos la entrada, aunque no sin cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos asedian; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El artista es la fuerza incontrolable: ningún ojo occidental, después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir en él el comienzo de la llamarada.


Así, y en una medida suprema, ocurre con la literatura. ¿Pueden leerse Ana Karenina o a Proust sin experimenter una flaqueza o una dimensión nuevas en el centro mismo de nuestra sensibilidad sexual? Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. En las primeras etapas de la epilepsia se presenta un sueño característico; Dostoievski habla de él. De alguna forma nos sentimos liberados del propio cuerpo; al mirar hacia atrás, nos vemos y sentimos un terror súbito, enloquecedor; otra presencia está introduciéndose en nuestra, persona Y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansia un brusco despertar. Así debería ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un tiempo, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente.









Tomado de:
BARTHES, Roland (1983[1963]) Ensayos criticos. Barcelona, Seix Barral, pp. 304-306.
STEINER, George (2003[1963]): Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa, pp. 20-27.


05 septiembre 2013

Bibliomanía. Karin Littau



Bibliomanía 

Karin Littau


Una de las formas de esta enfermedad es la fiebre lectora. Se trata de una adicción que lleva a leer excesivamente y de manera obsesiva, que empuja a los lectores de una novela a la siguiente. Sus manifestaciones sociales son la inactividad, la aversión al trabajo y las elevadas ideas románticas. Durante el siglo XIX sus efectos se hicieron tan alarmantes y debía ser tratada por la medicina. Entre sus síntomas se citan los siguientes: constipación, el vientre flácido, las alteraciones de la vista y el cerebro, afecciones nerviosas y enfermedades mentales. Así, el exceso de papel impreso y de lectura no sólo tenía que ver con la alimentación de los hambrientos en ficciones, sino con su sobrealimentación. Considerada un producto de consumo para ser leído rápidamente y luego descartado, la novela –como el cine más tarde– brindaba cortas ráfagas de entretenimiento, colmada de sentimiento o emociones vulgares, “torrentes de historias ociosas y vulgares” según dijo William Wordsworth.


Como ocurre como todas las adicciones, quienes la padecían exigían más y más de lo mismo: más textos para leer, más excitación, más lágrimas, más horror y más estremecimientos. Por consiguiente, la bibliomanía forma parte de un malaise cultural más vasto, vinculado específicamente a la modernidad: la sobrestimulación sensorial.


El olvido de sí mismo y la transformación en otro mientras uno está inmerso en el mundo de la ficción no son los únicos indicios de la patología de la lectura. También se puede experimentar otras reacciones, como llanto incontrolable, pasiones inflamadas y terror irracional. Todas ellas son patológicas en cuanto índice de una mente que no puede poner freno a los impulsos del cuerpo. A diferencia de lo que sucedía con la lectura mesurada, que “eleva al lector de las sensaciones del intelecto”, se temía que la lectura de novelas produjera exactamente lo contrario: que gratificara los instintos más groseros al apelar a las sensaciones del lector más que a su facultad de comprensión, y redujera o eliminara así su capacidad para la acción.


Considerada a la luz de la premisa de Friedrich Nietzsche de que el arte es embriaguez, las consecuencias de una bibliomanía grave son la negación de la autonomía del sujeto y, con ella, del ideal humanista de la agencia racional. Volviendo a Nietzsche, su observación de que “nuestros instrumentos de escritura contribuyen a nuestro pensamiento” es instructiva porque sugiere que la tecnología no es un aparato neutral ni un medio transparente sino que tiene efectos físicos sobre nosotros y no sólo modifica nuestro modo de escribir sino nuestro modo de crear. Esta redefinición de la relación entre el sujeto humano y el instrumento tecnológico plantea de nuevo el problema del determinismo tecnológico y cuestiona la premisa del humanismo, según la cual los seres humanos tienen control sobre la tecnología.


La confluencia de los tecnológico, lo fisiológico y lo médico indica que la relación entre los medios y los consumidores no se limita a la adquisición de conocimientos, sabiduría y compresión, ni a la recepción de significados. Más bien, el estudio del consumo y la recepción de la literatura dentro del marco de las culturas materiales, permite percibir de qué manera la tecnología moldea la sensibilidad y el pensamiento mismo.


Cuando Friedrich Kittler explora las relaciones entre la literatura y el cine, se pregunta qué modificaciones trajo el cine para nuestra experiencia de la literatura como lectores. El cine se sitúa en la cúspide misma de la era eléctrica; desde allí mira la cultura pretérita del papel y enuncia ya otra cultura cuyo eje es la pantalla. No se trata de que el cine haya remediatizado aspectos de la novela realista, sino que ha amplificado, electrificado incluso (metafórica y literalmente) lo que hubo de específico alguna vez en la relación con el alfabeto y lo impreso. Es decir, la nueva tecnología de representación intenta suplantar a la antigua creando ilusiones más tentadoras aún, o más peligrosas por engañosas. Actualmente, la ficción científica ya nos advierte de los riesgos de la realidad virtual, otra tecnología de representación que se vislumbra en el horizonte y que, si se perfecciona, cambiará sin duda las condiciones de consumo creando una suerte de espacio alucinatorio que, al menos en teoría, nos impedirá distinguir entre ficción y realidad, máquina y cuerpo, el “yo” y el “no yo”.


Legible e ilegible


En la medida en que la producción de significado es el eje de sus análisis, las teorías posteriores a Roland Barthes se canalizan en dos corrientes divididas en estas dos premisas opuestas: “El texto debe ser legible” y “todos los textos son una alegoría de la imposibilidad de la lectura”. Así, la cuestión de la lectura se transforma en el problema de la legibilidad, que a su vez, plantea que su significado es determinable. Los teóricos que adoptan la primera premisa sostienen que se pueden determinar el significado y que se logrará hacerlo (aunque un texto dado pueda ser refractario al comienzo); los que adoptan la segunda premisa rechazan la posibilidad de semejante clausura. Estas orientaciones opuestas se apoyan en dos concepciones filosóficas que provienen de la hermenéutica de Hans Georg Gadamer y de la reconstrucción de Jackes Derrida. Por consiguiente, esas tendencias filosóficas marcan las diferencias entre los teóricos literarios que hacen de la comprensión y la legibilidad un principio central de las relaciones entre texto y lector y aquellos que, a la inversa, hacen hincapié en el malentendido y la ilegibilidad.


En cuanto “disciplina clásica que se ocupa del arte de comprender textos”, según dice Gadamer en Verdad y Método (1975), la hermenéutica propone que el interprete de un texto actúe como intermediario, mediador de la distancia entre lo que se dijo allí y entonces un texto históricamente distante y lo que se puede oír de él aquí y ahora. Con una relación similar a la que existe entre en texto y el lector (1989), el intérprete hermenéutico entable un diálogo entre el horizonte del texto (o el pasado) y el horizonte que Gadamer denominó en una frase célebre: Fusión de Horizontes, momento en que surge una comprensión tan armoniosa idealmente que los dos horizontes originales “desaparecen por entero” en cuanto particulares diferenciados. Así como en cualquier conversación las opiniones de cada interlocutor se modifican y se desplazan de sus puntos de vista originales “el acuerdo que emerge de la comprensión representa algo nuevo” Incluso las comprensiones del pasado necesitan “sintetizarse” así con las actuales, de modo que Gadamer no sostiene que la comprensión se consume de una vez para siempre en el aquí y el ahora. Más bien, “el verdadero significado de una obra de arte está siempre inacabado; es en realidad un proceso infinito”.


La producción de significado no es totalmente abierta. Más bien, hay una “preconcepción o anticipación de la perfecta unidad” que preside toda interpretación, como “condición formal de la comprensión”, de suerte que “sólo lo que constituye realmente una unidad de significado es inteligible”. En la medida en que esa unidad de significado es algo “preconcebido”, actúa en todos los actos de interpretación como un a priori que elimina desde el comienzo la posibilidad de incomprensión y restringe la interpretación a la producción de un significado unitario. En palabras de Gadamer: “No sólo no se presupone una unidad inmanente de sentido que orienta al lector, sino que la comprensión de éste está guiada constantemente por expectativas trascendentes de significado”. Es de crucial importancia advertir que esa expectativa no es fruto de la experiencia, pero condiciona la interpretación aun antes de que esta se inicie.


Si para Gadamer “el objetivo de todo entendimiento y toda comprensión es "el acuerdo en la cosa” (1975), para Derrida ese supuesto es problemático porque se basa en la “obligación absoluta de desear el consenso en la comprensión” (1989) Derrida cuestiona a Gadamer precisamente por imponer esa “precondición al comprender”. Según esto, someterse a la regla de la hermenéutica implica aceptar que toda comprensión debe terminar en un acuerdo. Por el contrario, la preocupación de Derrida por los límites de la inteligibilidad recupera la posibilidad de que la comunicación se desmorone, como a priori imposible de eliminar de cualquier relación con otro, o del texto con el lector. Si el otro es realmente otro y no está "fusionado con el uso", no se puede descartar de antemano la posibilidad de “relación de incomprensión”, que debe mantenerse como posibilidad de todas las relaciones. En la medida en que se pasa por alto este hecho, la hermenéutica alcanza la “fusión de horizontes”, porque no logra concebir una alteridad en el corazón mismo de la comprensión, no logra concebir la posibilidad del malentendido. Oponerse a ella, en cambio, implica que no se puede descartar la imposibilidad de comprensión.


Por lo tanto, según la lógica de la reconstrucción, leer implica un siempre arriesgarse a un malentendido y, por ende, entraña la posibilidad de leer mal. Para el deconstruccionismo, leer mal no significa no llegar a una comprensión correcta, puesto que la noción misma de leer correctamente es una falacia: precisamente porque el malentendido es una posibilidad necesaria, tiene la categoría de condición a priori de la comunicación en la misma medida que la comprensión la tenía para Gadamer.








LITTAU, Karin (2008): Teorías de la lectura: libros, cuerpos y bibliomanía. Bs. As. Manantial, pp. 23-27 y 166-169.